Markeliñe no solo es una compañía de teatro, es una auténtica empresa cultural que, desde nuestro pueblo, ha llevado su creatividad a más de 40 países y ha emocionado a millones de espectadores. Con 40 años de trayectoria, sigue exportando algo tan intangible como poderoso: emociones, sonrisas y experiencias que hablan un idioma universal.
Entrevistamos a Joserra Martínez e Iñaki Eguiluz, fundadores de Markeliñe
¿Cómo fueron los inicios?
Joserra: Iñaki jugaba al fútbol y era muy bueno, pero una lesión muy grave lo apartó y se quedó un poco “perdido”.
Iñaki: En esa época vi a un mimo en una clase en la Uni y me llamó mucho la atención: “yo quiero hacer eso”. Después supe que aquel mimo era Peter Roberts. Joserra también coincidió con él ya que Peter impartió unas clases en la carrera de filosofía en Donosti. Era un referente. Él trajo a Euskadi esa mezcla de mimo, máscara y teatro físico. Verle fue como descubrir un mundo nuevo. Nos hizo pensar que se podía hacer otro tipo de teatro aquí, distinto al clásico de texto.
De modo que nos juntamos cuatro o cinco amigos en la casa parroquial con un libro de mimo como guía: “lección uno, las manos; lección dos, la pared…”. Y así nació nuestro primer espectáculo, una sucesión de sketches gestuales que presentamos en el cine Zelaieta de Amorebieta en 1985, Javi Renovales, Joserra Martínez y yo, Iñaki Egiluz. Ese se podría decir que fue nuestro arranque oficial.
¿Cuándo visteis que el teatro podía ser vuestra profesión?
J: Tras varias actuaciones empezaron a llamarnos de algunas fiestas y ayuntamientos. Nos programaron en el Teatro Ayala de Bilbao y Pedro Barea, crítico de teatro escribió en DEIA: “Ojo con estos tres señores”. Fue un subidón. De modo que nos vinimos arriba y preparamos un segundo espectáculo. Pero esta vez la crítica fue durísima y nos puso las pilas. Entendimos que había que formarse mucho más. Ahí surgió un punto de inflexión.
I: Escribimos una fecha límite en una taquilla de Ixerbekoa, que era donde ensayábamos: “en dos años decidimos si vivimos de esto o no”. Sabíamos de compañías como Tricicle o Geroa que lo habían conseguido. Eso nos obligó a formarnos: cursos de máscara, movimiento, acrobacia… Fuimos a todas partes y así entendimos, entre otras cosas, el ritmo y el tempo al que hacía referencia Barea en su crítica. Y también descubrimos la calle donde todo era más directo, más salvaje. De ahí salieron montajes como Armagedón o Carbón Club.
J: Y cuando empezamos a cobrar por actuar —y reinvertirlo en focos, sonido, material— nos lo empezamos a creer. En 1987 dimos el paso: nos hicimos cooperativa.
¿Cómo se sostiene una compañía así durante tanto tiempo?
I: Desde 1987 somos cooperativa. Nuestro secreto: mucho trabajo, autoexplotación y planes bianuales que cumplimos en tiempo y forma. Mucha labor comercial, aunque no como hoy en día. Entonces hacíamos los dossieres en papel, con fotos pegadas, y los enviábamos por correo, postal por supuesto, a toda España, Francia… Después, muchas llamadas de teléfono y más tarde mucho fax. Te contrataban “a ciegas”, sin vídeos ni enlaces. Las giras eran aventuras: alquilar una furgoneta y a la carretera. A veces llegabas a un pueblo sin saber si habría focos o escenario. Todo era más… emocionante.
J: Mas tarde llegó la incorporación de Jonke y de Paco y entendimos que no siempre teníamos que actuar nosotros, que también podíamos crear para otros intérpretes. Eso nos dio más amplitud y proyección.
¿Cómo es vuestra relación con el público?
J: Escuchamos para mejorar ritmo y claridad, sobre todo en pases escolares, pero no cambiamos los temas por miedo a molestar. El arte necesita conflicto: si lo eliminamos, se vuelve banal. Nuestro objetivo no es dar respuestas, sino dejar preguntas.
I: El teatro es efímero, como escribir en la arena. Lo que queda es el recuerdo en el espectador. Un día volviendo de un bolo en la furgoneta nos dio por calcular el número de sonrisas que habríamos arrancado al público. Tantas actuaciones, con una media x de público por x momentos divertidos por espectáculo: calculamos dos millones cuatrocientas mil sonrisas provocadas en estos 40 años.
¿Alguna anécdota que os haya marcado?
I: Muchas. En el festival de Lekeitio enterramos un obús falso en la playa y acabó con la Ertzaintza y artificieros desalojando a la gente. En Andalucía actuamos en una sala todavía llena de botellas de un concierto previo de Camarón. A menudo viajábamos cuatro en una furgoneta para tres. El cuarto iba atrás, metido en un cajón de la escenografía y nos íbamos cambiando cada dos horas.
J: En Corea, en 2005, nos sorprendió ver al público grabarlo todo con el móvil. Y en Costa de Marfil con Andante, un espectáculo con zapatos que representan a refugiados muertos… pero los niños que nos veían ni siquiera tenían zapatos. El contraste fue brutal.
¿Y el nombre de Markeliñe?
J: Al principio nos pusimos Gestícula, pero descubrimos que ya existía. Buscando en un diccionario de nombres en euskera apareció “Markeliñe”. Nos sonó bien y se quedó. Hoy, cuatro décadas después, ese nombre sigue viajando por el mundo, siempre con el sello de Amorebieta. Hemos actuado en más de 30 países y hemos creado cerca de 40 obras en 40 años. Exportamos experiencias, que se piensan, se desarrollan y se levantan aquí, en Amorebieta.
